domingo, 24 de diciembre de 2017

EN VÍSPERA DE NAVIDAD


EN VÍSPERA DE NAVIDAD

Una vez más, estimados lectores, hemos llegado a la víspera de Navidad. Deseamos que la paz de Dios encuentre lugar en sus corazones y su hogar se llene de bendiciones. De parte de todo el Taller Literario Diezmo de Palabras y el maravilloso equipo de editores de El Sol del Bajío les enviamos un abrazo fraternal y pedimos para ustedes una feliz Navidad.

+++++++++++++++++++++++

JESÚS, EL DULCE, VIENE…
Juan Ramón Jiménez

Jesús, el dulce, viene…
Las noches huelen a romero…
¡Oh, qué pureza tiene
la luna en el sendero!

Palacios, catedrales,
tienden la luz de sus cristales
insomnes en la sombra dura y fría…
Mas la celeste melodía
suena fuera…
Celeste primavera
que la nieve, al pasar, blanda, deshace,
y deja atrás eterna calma…

¡Señor del cielo, nace
esta vez en mi alma!



LA MEJOR COMPAÑÍA PARA LA NAVIDAD
Javier Alejandro Mendoza

Era Nochebuena, la mansión estaba llena de luces y muebles caros, pero muy falta del calor humano.  Don Arturo Montes era un hombre rico y ya mayor.  Vivía casi solo.  Lo acompañaba la servidumbre.  Para esa noche, desde muy temprano, el patrón les pidió que prepararan deliciosos platillos, que serían acompañados con vinos finos y una gran cantidad de postres.  Toda la casa fue decorada con adornos de la ocasión.  Un pino y un nacimiento engalanaban la estancia.  Arturo esperaba recibir a sus hijos y nietos, para que llenaran con sus risas el enorme espacio que deja la soledad.
Mientras tanto, como lo hacía todos los días, salió a dar un paseo.  Era una costumbre que llevara consigo un trozo de pan, para dárselo de comer al perro que en la esquina de su calle vivía bajo una camioneta.  Tan pronto veía venir la pesada figura, el fiel animal movía la cola en señal de agradecimiento.  Así correspondía el pan y el cariño.
Muy cerca de ahí había un jardín público.  En una de sus bancas, el señor Montes se sentaba a darle de comer arroz o un poco de moronas a las palomas que muy nerviosas se acercaban a él en busca de alimento.
El pequeño Luis, un niño sucio y mal vestido, también se acercaba a él, pero para lustrarle los zapatos.  Mientras el jovencito cepillaba el calzado, hablaba con una linda sonrisa en su boca.  A su gran amigo le contaba sus sueños y las alegrías que hay en la vida, incluso de alguien tan carente de recursos.
En realidad, don Arturo no necesitaba del servicio, pero dejaba que el chiquillo realizara su trabajo para pagarlo en una forma por demás generosa.  
Antes de despedirse, de todo corazón, el señor le decía:
—Ya sabes donde vivo.  Búscame cuando necesites algo.
Luis sonreía satisfecho y le aseguraba esperarlo ahí mismo el día siguiente.
Antes de volver a su casa, Arturo entró a una iglesia.  Con alegría dirigió su vista al altar, para agradecer que en esa noche tan especial contaría con la compañía de los seres que en verdad lo amaban, así como él a ellos.
Desde hacía muchos años, cuando enviudó y los niños crecieron, don Arturo pasaba la Navidad solo.  Sus cuatro hijos contaban con trabajos, compromisos y otra familia.  No podían ir con el viejo que les dio todo lo que tenían.  Por su parte, los muchachos preferían las fiestas ruidosas, muy lejos de los mayores.  Casi se habían olvidado de la casa de los abuelos, donde corrieron sin ninguna restricción; ahí, donde fueron tan felices y tan consentidos por los padres de sus padres.  De los nietos más pequeños ni hablar.  En realidad no conocían al abuelo, un hombre al que veían en algunas fotografías viejas.  El mismo que ansiaba cargarlos y llenarlos de besos. 
Luego de varios intentos fallidos, la familia se volvería a reunir.  Esa Nochebuena sería especial.  Los cuatro hijos de Arturo, con todos sus hijos, ya habían confirmado su asistencia.  Luego de años de espera, el viejo gozaría de la mejor compañía en la Navidad.   
 


Todo parecía ideal, hasta que un poco más tarde varias llamadas acabaron con la felicidad.  Desde lejos, uno a uno, los hijos de Arturo le fueron deseando feliz Navidad, para luego excusarse, ya que otros compromisos, la distancia y hasta el clima impedirían su asistencia.
El señor fingió normalidad mientras despedía por esa noche a la servidumbre, para que fueran a sus hogares a pasar la fecha.  Todos se marcharon, excepto Isabel.  Ella era una empleada leal, con tantos años de servicio, que ya se había convertido en parte de la familia.  Entre Isabel y Arturo había ese cariño que hace hermanos a dos personas que no llevan la misma sangre.
Al contemplar su realidad, Arturo no pudo contener las lágrimas.  Isabel puso su mano sobre el hombro del patrón para recordarle que no estaba solo. 
En ese momento alguien tocó el timbre.  La empleada atendió.  Al instante regresó acompañada por el pequeño Luis.  Recién bañado y con su mejor ropa le preguntó a su viejo amigo:
—¿Me invitas a cenar?
Arturo se llenó de alegría.  Con entusiasmo les pidió a la señora y al niño que se sentaran a la mesa.  Él se encargaría de atenderlos.  Pero antes de eso tenía que ir por un invitado más.  De inmediato salió de su casa.  Con un silbido llamó al perro de la esquina, para que entrara al calor de su hogar.  Una vez que el animalito estuvo dentro, su nuevo amo colocó en el suelo, junto al lugar que él ocuparía, un trozo grande de pavo.
Al sonar las doce se abrazaron y brindaron, mientras escuchaban villancicos. 
Antes de iniciar la cena, tal y como lo hizo esa tarde en la iglesia, don Arturo agradeció al Cielo, que en esa fecha tan especial, en la que se conmemoraba el nacimiento de Jesús, contaba con la compañía de los seres que en verdad lo amaban.
El pequeño Luis se rascó la cabeza antes de preguntar:
—Si nomás somos tres, ¿por qué hay cuatro platos en la mesa?
Con fe en sus palabras, Arturo le contestó:
—Porque esta noche, querido amigo, Dios está aquí.



DIOS SE LO PAGUE
Patricia Ruiz Hernández

Un pordiosero estaba sentado bajo una cornisa, en su trono de pavimento. Formaba parte del paisaje urbano al igual que muchos otros que deambulaban por las calles de la gran ciudad. Aguardaba la caída de alguna moneda en el mugriento bote, o en el mejor de los casos, el arribo de un billete. Repetía frases prediseñadas como: “Una caridad por el amor de Dios” o “Lo que sea su voluntad, hermanos”. A veces, balbuceaba palabras ininteligibles por la repetición constante. A ratos, se quedaba callado y permanecía con la mano extendida, cual faquir que espera dominar la mente sobre el cuerpo. Era socorrido por personas que motivadas por la compasión, se desprendían de un poco de dinero. Algunos transeúntes lo ignoraban desviando la mirada a la contemplación de los aparadores. Había quien le ofrecía una mirada rápida a su aspecto: barba entrecana, cabello enmarañado, rostro sucio, zapatos dispares y harapos.
Un grupo de bulliciosos jóvenes como cachorros juguetones, pasaron a su lado. Uno de ellos se inclinó hacia el bote. El pordiosero escuchó un sonido diferente al de una moneda al caer.  
—¡No es basurero! ¡Méndigo! —exclamó al descubrir que el joven había depositado una tuerca.
—¡No estaba dormido! ¡Ya se enojó! —dijo el bromista, al tiempo que se alejaba rápidamente con sus amigos ante la cólera del limosnero.
En otras ocasiones, con un extraño sentido del humor, las personas le habían obsequiado piedrecillas o tornillos.
—Una limosnita, muero de hambre —imploró a una mujer que disminuía sus pasos, acercándose al rincón perfumado con orines y efluvios de alcantarilla. 
—Te ofrezco algo para comer, buen hombre —dijo la mujer, entregándole un pan. Él recibió la donación, mas no pronunció palabras de agradecimiento. Las aportaciones en especie no eran de su agrado, las prefería en metálico. Ella se retiró con la satisfacción de haber realizado una buena acción, aun sin recibir el esperado “Dios se lo pague”.
Más tarde, llegaron dos señoras, integrantes de un grupo altruista que ayudaban a personas en situación de mendicidad.
 —Acércate. Estamos ofreciendo comida en aquella camioneta —dijo una de ellas, señalando un vehículo que contenía una gran olla y un canasto con pan  para obsequiar refrigerio a los indigentes.
—También te invitamos a pasar la noche en un albergue, si no tuvieras en donde dormir. Hay cama y cena para ti. No pagarás nada —explicó la otra señora—, sólo una condición: no debes llegar embriagado —agregó, refiriéndose al inequívoco aroma que desprendía. En respuesta, el limosnero hizo mutis alejándose deprisa, dejando perplejas a las mujeres. Después, se detuvo a cierta distancia para esperar a que las señoras se marcharan de “su” esquina. Le inquietaba que otros ganaran su puesto. Regresó hasta que las filantrópicas damas se retiraron. Tal como lo temía, ahí estaba el gangoso con quien tenía una rivalidad de antaño. Aquel hombre poseía una ventaja competitiva: cantaba canciones populares y melodías religiosas, con lo que ganaba la simpatía de la gente.
—Adabare, adabare, adabare a mi señooor… —berreó cortos versos, ofreciendo a los peatones un popurrí de cantos-. Gradias, do que sea su voduntad, que no afedte su ecodomía.
—¡Largo! —gritó iracundo al usurpador— ¡Es mi lugar! 
Como animal territorial que defiende su espacio, amedrentó al antagonista con violencia física y verbal, mostrándole su faceta perruna. Al final, el rival atemorizado se retiró y el limosnero, triunfante, recuperó su espacio.
 

Cuando el día menguaba, dio por terminada la jornada laboral y acudió, como de costumbre, a la tienda donde canjeaba la morralla por billetes. Aquel fue un buen día. El monto de lo recaudado equivalía a varios tantos el sueldo de cualquier empleado. Ya sin el peso de las monedas, caminó ligerito, entró a un baño público, se lavó la cara y las manos, se despojó del disfraz que guardó en una mochila, de la misma donde sacó ropa limpia, zapatos y un abrigo. Enseguida, se trasladó a la central de camiones para viajar a la población donde radicaba. Ahí lo esperaba su confortable casa, una deliciosa cena y un buen whisky. Abordó el camión y se acomodó en el asiento, sacó una botella pequeña y empinó su contenido. Fingir lo que no se es, no resultaba fácil, requería adormecer los sentidos y anestesiar la conciencia. Sintió un dolor intenso en el abdomen, sufría náuseas y una gran fatiga. Se lo había advertido un doctor, eran los síntomas irreversibles de una enfermedad etílica.   
A punto de iniciar el trayecto, se confirmó aquello de que el mundo es un pañuelo, pues para su mala suerte, subió al autobús la misma señora que ese día le regaló un pan. La observadora dama lo reconoció.
—¡Tú eres el que pide limosna! ¡Reconozco tu cara, aunque no traigas los harapos! Soy buena fisonomista ¡Eres un mentiroso!
—No sé de qué habla. Me está confundiendo.
—Mira que aprovecharte de la buena fe de las personas ¡Pero hay un Dios!
—¡Chofer! Esta mujer me está molestando —señaló el profesional del engaño.
Los pasajeros miraban la escena desconcertados, sin atinar a quien favorecer en credibilidad. 
—Señora, por favor tome asiento o deberá bajar del autobús  —ordenó el chofer.
Ella no tuvo otra opción que sentarse, aunque visiblemente molesta continuó murmurando: “El gobierno debería hacer algo contra estos estafadores. ¿Por qué las autoridades permiten que nos timen estos haraganes?” Lo decía con la utópica idea de que la clase política puede o quiere solucionar los males de los gobernados. Por su parte, el pordiosero pirata se quedó reflexionando en que el contratiempo lo obligaría a cambiar de lugar o de ciudad, no debería correr el riesgo a ser desenmascarado. Podría regresar a la entrada de cierto casino para abordar a los apostadores antes de que salieran despojados del palacio del juego. Un plan alterno sería asistir al atrio de una iglesia, donde los feligreses son aleccionados a que el cobijo a los pobres es una forma de ganar el favor divino.


Horas más tarde, llegó a su moderna morada, adquirida con sus habilidades en el arte de la simulación. Un cansancio supremo lo venció y sin buscar la cena que cada noche le preparaba la ayudante doméstica, se desplomó en el sillón. Alcanzó un vaso, lo llenó con whisky. Después de tomarlo se quedó profundamente dormido, soñando con su arca desbordante de monedas. 


*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
**Patricia Ruíz y Javier Mendoza son integrantes del Taller Literario Diezmo de Palabras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

A la memoria de Herminio Martínez

      Herminio Martínez, maestro, guía, luz, manantial, amigo entrañable y forjador de lectores y aspirantes a escritores. Bajo sus enseñanz...